Por estas fechas, hace cosa de cien años, publicaba Jorge Luis Borges su primer libro, Fervor de Buenos Aires. No es una obra cualquiera. El propio Borges diría décadas más tarde que Fervor de Buenos Aires “prefigura todo lo que haría después”. Pero casi todos sus libros posteriores, sin ánimo de contradecir al genio argentino, la superan. De hecho Borges revisaría la obra años después “enmendado sus excesos barrocos y limando asperezas”. Y es que el derecho a la integridad de la obra no parece que pueda ejercitarse contra el propio autor, cuando este decide corregirse a sí mismo. Al fin y al cabo el arrepentimiento es también una de las facultades que integran el derecho moral.
En el Prólogo a la obra escrito años más tarde, incide Borges en una idea que enlaza con la línea de flotación del Derecho de autor: el requisito de la originalidad de la obra. Entre los fines que se propuso en ese primerizo poemario -nos dice- estaba “descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto”. Siendo la metáfora un elemento esencial en la creación poética, el Premio Cervantes reconoce con su proverbial humildad que sus descubrimientos no eran más que reminiscencias de los propios de uno de sus maestros, el poeta argentino Leopoldo Lugones.
De hecho, en no pocas entrevistas a lo largo de su vida, cuando su interlocutor le citaba alguno de sus hallazgos poéticos, Borges solía contestar: “sí, debo haberlo plagiado”.
Esta muestra de autocrítica -y de sentido del humor. no resta originalidad a la obra de Borges. Muchos años después, en ese bello poema titulado “La fama”, nuestro autor matizaría con autoridad la idea anterior acerca de las metáforas. El poeta enumera un conjunto de cosas que sumadas entre sí pudieran haberle granjeado un reconocimiento “que no acaba de comprender”. Entre ellas: “haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas”.
Claro, las metáforas (lo mismo que los temas, las ideas, los argumentos) pueden estar todas ya inventadas, pero cada generación, cada escritor de genio, puede expresarlas en su propio lenguaje, a su modo, y es ahí donde emerge la originalidad.
Hay otro aspecto de Fervor de Buenos Aires que presenta una innegable actualidad. Una lección póstuma de Borges que merece la pena ser rescatada. En una entrevista reseñada por Mario Vargas Llosa en su reciente “Medio siglo con Borges”, el poeta relata una anécdota que constituye una enseñanza de vida para algunos escritores de nuestro tiempo que parecen juzgar la medida de su talento por el número de seguidores con que cuentan en las redes sociales.
Decía Borges que de uno de sus primeros libros apenas se habían vendido en un año 37 ejemplares. Lejos de avergonzarle, esta circunstancia le alegraba, ya que treinta siete compradores “son imaginables, son personas con rasgos personales, biografía, domicilio, estado civil”, a cada uno de los cuales podía dirigirse para agradecerles personalmente el gesto “o presentarles mis excusas”. Y añadía: “En cambio, si uno llega a vender mil o dos mil ejemplares, ya eso es tan abstracto que es como si uno no hubiera vendido ninguno”.
En otro de sus poemas felices, Mis libros, decía Borges que las palabras esenciales que le expresaban estaban en las hojas de los libros que había leído, “no en las que he escrito”. En este centenario del nacimiento de Borges como autor, permítasenos esta discrepancia: los libros escritos por Borges, sin desdeñar la subsistencia de sus derechos de autor, son patrimonio común de la humanidad, y parafraseando el inciso final de ese mismo poema contienen voces “que le dirán para siempre.”
Antonio Castán, Socio Honorario de ELZABURU.